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El misterioso encanto de la Casa de las Tejas Verdes

No han sido pocos los que se han sentido atraídos por la curiosa Casa de las Tejas Verdes de Miramar, ya que cuando se encontraba destruida, daba la impresión que se trababa de un sitio en el que bien podía habitar fantasmas y, el hecho de no conocer su historia la hacía incluso más misteriosa.

Esta casa fue restaurada hace algún tiempo por la Oficina del Historiador de la Ciudad y puede recibir visitantes, ya que allí radica un centro promotor de la arquitectura moderna y contemporánea, el urbanismo y el diseño interior.

Se construyó en 1926 bajo el diseño del arquitecto Jorge Luis Echarte, quien fue contratado por el señor Alberto de Armas quien deseaba que su casa fuera distinta y resaltara por encima de las otras grandes mansiones que se estaban erigiendo en el entonces barrio más aristocrático de la capital. Alberto de Armas vivió en la casa hasta 1943 y luego residió en ella Luisa Catalina Rodríguez y Faxas.

En sus años mozos, en una feria, Luisa Catalina pidió a una gitana que le leyera la mano. Palideció la adivinadora al hacerlo y no quiso revelarle los detalles de la lectura; solo le dijo que su final sería triste, muy triste. Así fue…

Luisa Catalina Rodríguez Faxas, nacida en Barcelona, España, el 25 de noviembre de 1922 y nacionalizada cubana, fue la última propietaria de la casa verde o de las tejas verdes y se quedó sola en aquel caserón. Todos sus amigos y familiares se fueron del país y un día se vio con la única compañía de sus recuerdos, sus perros y la visita esporádica de Mumi, la vieja cocinera. Perdió las ganas de vivir, no se relacionaba con los vecinos, leía sin parar durante la noche, deambulaba luego hasta el amanecer y dormía todo el día…

Se decía que los hijos de aquella señora habían fallecido en un terrible accidente. Aquello no era cierto, pero si que Luisa se quedó sin ellos.

Al verse sola y sin dinero, se le hizo imposible ocuparse del mantenimiento de la casa y, cuando comenzaron a desprenderse las primeras tejas, el agua comenzó a invadir todo el maderamen del techo hasta que este comenzó a hundirse.

Numerosos fueron los intentos del Estado cubano por agenciarse la casa de Luisa Catalina, quien siempre se negó a abandonarla. Las autoridades habaneras le propusieron que buscara otra a su gusto y revisó numerosas viviendas en Miramar y el Vedado, cerca del río, pero nunca encontró una que reuniera todas sus exigencias. En realidad, nunca quiso salir de allí.

Se rumoreaba que, en un agujero del sótano, o en algún otro escondite detrás de alguna falsa pared, se encontraba un tesoro escondido por sus familiares y que en cualquier momento ella podría recuperar. Nunca llegó a aparecer tal tesoro, y esa fortuna oculta es una de las tantas leyendas que se mueven en torno a esta mansión construida de ladrillo, concreto y tejas americanas, de tres pisos y sótano con garaje para cuatro automóviles y portal a su frente y costado. Con ventanas abuhardilladas y torrecilla en forma de cono.

Luisa era la dueña formal de la casa, pero en realidad era su madre, doña Manuela, quien llevaba las riendas de la familia, que vivía rodeada de toda una cohorte de sirvientes. Desde muy joven, Luisa comenzó a estudiar piano, llegando incluso a ofrecer conciertos en los escenarios habaneros. Pertenecía a clubes de la alta sociedad y se codeaba con las familias más pudientes de aquel entonces. Se casa con el escritor y abogado Mario Cabrera Saqui, de cuya unión nacen sus tres hijos: Mario Andrés, Ricardo y Regina.

En noviembre de 1959, Luisa, su esposo y los hijos viajan a Estados Unidos para disfrutar de unas vacaciones Miami. Tristemente, el mismo día de su llegada a Florida, Mario sufre un infarto cardíaco masivo y muere.

En medio de su desesperación, deja a los niños al cuidado de una tía paterna y se regresa a La Habana con el cuerpo de su pareja. Su idea era poner a su nombre las propiedades de su recién fallecido esposo y luego regresar a Estados Unidos junto a sus hijos. No pudo hacerlo, en aquel entonces las relaciones entre ambos países se rompieron y viajar al norte se hizo cada vez más difícil. Luisa nunca más pudo reunirse con sus hijos.

Detalles de la fachada

Uno de los pocos amigos que le quedaron fue su oculista, el doctor Pedro Hechavarría, y cuyo hermano, Luis Mariano, ya fallecido entonces, había sido muy querido por Luisa y Mario. Al verla sola, el buen doctor comenzó a frecuentarla para llevarle alimentos de la finca que poseía y algún dinero.

A finales de los años 60, Luisa era todavía una mujer muy hermosa, lo cual al parecer terminó haciendo que el doctor se fijase en ella con otros ojos y que terminaran casándose…. algo imperdonable para la familia del Norte. Solamente su hija Regina le escribió alguna que otra vez y fue por ella que se enteró del nacimiento de sus nietos. Los hijos varones nunca le escribieron. A un amigo sacerdote que viajó a Panamá, Luisa le encomendó que desde allí llamara a sus hijos por teléfono y le trajera noticias. El cura cumplió el encargo y recibió una respuesta descorazonadora. Le pidieron que le dijera a su madre que nunca volviera a molestarlos. La profecía de la gitana empezaba a cumplirse. Poco después se divorciaría y volvería a quedar sola en su casa.

Detalles de la fachada

En los 70 reapareció en su vida Marisabel, hija de Luis Mariano, a quien ella quiso como a una verdadera sobrina. Era una joven alta y muy gorda, sumamente inteligente, culta, también amante de los libros y los perros, cardiópata, que le haría compañía durante varios años. Con las visitas de otros jóvenes amigos de Marisabel, «la tía Luisa», como le decían, pudo tener momentos más pasaderos, mejores comidas y hasta alguna fiestecita, salidas al cine, a restaurantes y a las tiendas, viajes al interior del país… Matriculó en la escuela de idiomas del Vedado, donde se graduó de ruso —dominaba el inglés perfectamente— mientras Marisabel culminó los estudios de francés.

La espaciosa cocina se convirtió en el lugar de las tertulias; allí los más asiduos aprendían muchas buenas costumbres de Luisa y ampliaban su cultura gracias a las conversaciones, las películas y los libros que compartían. Los jóvenes se adaptaron a sus horarios, pues en la casa verde amanecía al mediodía y se desayunaba alrededor de las dos o tres de la tarde.

Detalles de la fachada

Otra tarea maratónica era la compra de carne para los perros, lo que requería de colas y más colas, porque nunca era suficiente. El freezer era solo para almacenar esa carne que Luisa hervía diariamente inundando la cocina con un olor desagradable, pero que los perros adoraban. Lo más importante allí eran los perros. Lake y Lupe —otros pastores alemanes, su raza preferida— Kira, una pinscher a la que solo le faltaba hablar, Frisky —terrier—, Poly —cocker spaniel— además de satos que encontraba por ahí y recogía, y, al final de sus años, los dobermann Sherekan y Bagueera y su descendencia.

No se almorzaba; a veces se hacía un té con algo al caer la tarde. Después de la comida y el fregado, se veía la televisión hasta el final de las transmisiones, hora en que podía comenzar un campeonato de damas chinas o el aprendizaje de tejidos. Luisa era especialista en frivolité. Había meriendas de madrugada, mientras Luisa y Marisabel tejían sin parar. Algunos amigos creían ver sombras o fantasmas y ella se reía, pues decía que, en efecto, los había.

Luisa fue feliz en la compañía de «sus sobrinos». Los de Oriente pasaban en la casa verde sus vacaciones en La Habana. Unos se iban y otros nuevos se incorporaban hasta que ella comenzó a padecer de un cáncer de pulmón que le provocó la muerte el 11 de junio de 1999. Marisabel la sobrevivió solamente seis meses justos; falleció el 11 de enero del año siguiente, a la edad de 49 años a causa de un infarto. Al no tener descendencia y no contar con otro familiar que una medio hermana sin posibilidades de heredar, el inmueble quedó abandonado…


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