La deteriorada situación económica actual en Cuba está alcanzando niveles tan críticos que ha sido comparada, cada vez con más frecuencia, con el Período Especial de los años 90, la peor crisis de la historia de Cuba.
Aún cuando el pueblo cuenta ahora con las permisiones para forjarse, de forma independiente, unas mejores condiciones de vida (con la reciente diversificación de la economía, el desarrollo del sector privado y las facilidades para viajar y las remesas), la situación nacional es tan crítica que hasta el de mayor poder y capital en la isla está sufriendo la escasez general.
Han pasado 30 años y las circunstancias vuelven a decaer. La idea de “soberanía alimentaria” suena cada vez más lejana y más ridícula, cuando la venta de pollo, único plato fuerte más o menos garantizado en los últimos meses, se desmoronó en el mes de marzo.
Eso sí, las alternativas para «resolver» han evolucionado: ya no se viaja «a como se pueda» hasta las zonas más rurales de las provincias para canjear ropas, zapatos, aseo y comida al por mayor, sino que se esperan largas horas para comprar lo que haya y a exorbitantes precios. Todo producto se vende con rapidez, así se encuentre en mal estado o al valor del salario de dos meses de un trabajador común.
Una gran parte de los cubanos ha dejado de lado la crisis sanitaria que conllevó la llegada del coronavirus a la isla para lidiar con la propia supervivencia.
La producción estatal se ve cada vez más mermada por las circunstancias, aunque ya estaba en pésimas condiciones, algo que se evidencia en datos de eficacia muy por debajo de años anteriores. Los pequeños productores, además, se ven bajo el acoso constante del Estado, lo que acorta incluso más las posibilidades de los bolsillos ahuecados de la población, por lo que muchos vendedores de productos agrícolas se han convertido hacia plataformas clandestinas.
En noviembre de 2020, el ministro Alejandro Gil anunció la creación de un Banco de Fomento Agrícola, que impulsaría el desarrollo de este sector, pero nunca más se ha vuelto a discutir el tema, y los campesinos se ven sin un mísero incentivo para continuar sosteniendo la alimentación del país con sus productos.
Productos como leche, yogurt, queso, helado o mantequilla ahora solo representan tiempos pasados. A excepción de aquellos que tienen acceso a divisas para pagar los infladísimos precios con que se encuentran en el mercado informal, la población cubana no ha vuelto a degustar tal manjar, y ed triste llamar manjar a un poco de leche en polvo.
Las pescaderías estatales, una especie de mausoleo a lo que fue una gran industria para el país y que ahora solo llena los puntos de venta de jamonada adulterada, croquetas de «a saber» o rabirrubias minúsculas. Y no solo eso: en los mismos establecimientos se añejan pedazos impresionantes de Emperador y Aguja congelados, provenientes de los hoteles deshabitados, que se venden al «módico» precio de 341 CUP el kilogramo.
Entretanto, los pescadores venden sus piezas enteras a solo 70 CUP la libra; en solo minutos, la población queda conforme con el trato y el pescador gana un sustento de forma honrada, sin intermediarios.
La prensa, mientras, alude en sus páginas a recetas culinarias que ya nada tienen que ver con la realidad del cubano de a pie, solo teniendo en cuenta que la libra de arroz se comercializa en 40 CUP; una botella pequeña de salsa china, en 200 CUP y un cartón de huevos, en 300 CUP. Esta comida no es de cena de lujo, pero valen como si los fuera a catar la familia real de Mónaco.
Los alimentos desaparecen y el Gobierno solo ajusta más la cuerda al cuello de la víctima, como si quisiera restarle sufrimiento, pero sin retirar el yugo, pues lo presenta como única alternativa de seguir adelante.


