Sergito, un friturero, comienza su faena diaria antes de las 6 a.m. y se dispone a preparar las condiciones para freír y despachar las fritas de la jornada.
El olor y la apariencia del puesto es compartida por todos los miembros del gremio: caldero achicharrado, el aceite también, acompañado del humo y el aroma del queroseno del fogón.
Sergito justifica el tufo que suelta la cazuela con la amalgama de manteca de cerdo con aceite vegetal, pues ahora tiene que aprovechar todo y no se puede dar el lujo de cambiar la grasa todos los días.
Sergio, el padre, regaña al joven cuando comienza a verter las pequeñas bolas en la grasa con ayuda de una cuchara, pues, como hay que ahorrar, deben ser aún más pequeñas.
Y vendieron el primer lote de 20 frituras para la 7 a.m., pues es el desayuno más conveniente (y el único) de los trabajadores de la zona (aunque no tengan buen gusto).
Antes, Sergito se dedicaba a expender lo mismo croquetas que frituras, churros o rositas de maíz. Cuando había escuela, el negocio resultaba muy rentable, porque los muchachos salían del recinto educacional con muchísima hambre y arrasaban con la oferta. Ahora es difícil hasta conseguir la harina de pan.
Los puestos de fritas constituyen una tradición culinaria cubana de siempre, que se han degradado con el tiempo debido a la escasez. Estas bolas pasaron de hacerse con masa cárnica a solo con harina de trigo, y grasosa en demasía.
Este tipo de emprendimientos se vieron profundamente afectados con la escasez. En provincias como Villa Clara, el sumisitro de insumos se lograba mediante el tráfico de vecino a vecino y cultivos propios, pues las limitaciones producidas por el cierre de las fronteras intermunicipales, la ausencia de un mercado mayorista y el desabastecimiento del minorista han obstaculizado demasiado la actividad laboral independiente.
Luego de dos meses de confinamiento en la provincia, Yeini Arias emprendió un negocito de vender pudines, viéndose en la difícil situación de tener que mantener a su hija pequeña con escasos ingresos y los precios cada vez más altos.
Con el pan que sobraba en la bodega, y que ahora nadie deja pasar, y leche traída de un campo cercano hacía buenos pudines por encargo, pero ha tenido que subir los costos de las confituras porque cada vez resulta más complicado afianzarse el azúcar, los huevos y demás ingredientes que precisa, casi siempre obtenidos al margen de la legalidad.
Por ende, este tipo de negocios, sin patente y con productos comprados en el mercado informal, sobrellevan la crisis a fuerza de gestión propia, de forma tal que las ganancias generadas circulan por el mismo barrio, alimentando las arcas de otros trabajadores por cuenta propia.
A Santa Clara han retornado algunos negocios, casi extintos debido a la oferta de confites y helados industriales en los establecimientos estatales. Durofríos, paleticas de helado y caramelos manufacturados volvieron al escenario ante la escasez de confituras, aunque la subida generalizada de los precios no les da mucho margen.
Mirta Velazco, que comenzó a vender durofríos cuando se jubiló su esposo, retomó el negocio luego de haber parado hace unos años ante el decrecimiento de las ventas. Ahora, que debe invertir en refresco instantáneo o frutas a precio de mercado negro, debe comercializar sus productos a tres pesos, y ni siquiera alcanza para más que garantizar el pago de la tarifa eléctrica o de los medicamentos.


