Me levanto a las 5 de la mañana, que es una hazaña teniendo en cuenta que siento cuchilladas en el corazón cuando suena la alarma, y rápido emprendemos, en familia, en caravana hacia la parada de ómnibus más cercana para llegar a una tienda a eso de las 6:00 am. Tres horas esperando, en lo que me digno a escribir estas frases hiladas, disimulando el sueño que me produce solo mirar las teclas que intentan fallidamente llamar mi atención, para que, al final, en la tienda JUSTO ese día no abastecieron pollo.
Porque, para lo mucho que detesta el gobierno cubano los juegos de azar, sorprende la ironía con que se erige la lotería de las compras en el país. No solo de alimentos, todo entra en la recompensa, pero, como se conoce de estos juegos, son muy pocos los que se la llevan. Y es que, pese a todos los martirios que causan las colas en Cuba, la población nunca se cansa de conformarlas, mejor dicho, siempre tendrá la necesidad de conformarlas.
Me entretengo escribiendo, leyendo un poco (estuvimos muchas horas) y hasta escuchando música. Se me agotó la batería del móvil. Malditos millenials y su fascinación por los dispositivos celulares. Se me quedó el libro en la casa con la corredera de salir temprano. Escucho el barullo de la calle, los perros ladrando en la distancia y, de vez en cuando, me llegan las historias de mis compañeros de proeza.
Los temas no tienen fin y, aun así, son continuamente los mismos: familia, problemas conyugales y política, siempre sale la política. Claro está no es necesario ni conocerse; en la cola se hacen amistades para toda la vida: de las que te ven por la calle y te avisan de otra cola.
Leticia, ama de casa, rememora una fila de diez días que aguantó para adquirir alimentos varios y confituras y en la otrora Sears, tienda en los alrededores del Parque de la Fraternidad; y el cascarrabias de Antonio jura y perjura que aprendió las mieles del juego del ajedrez en una línea de seis noches por carne de puerco para el fin de año.
Las colas son para todo: los mandados, un par de zapatos, un trámite. Siempre son molestas porque cuando no hay calor y mosquitos, hay frío y viento; cuando no hay un sol que raja las piedras, está empezando a oscurecer, que significa volver al hogar para hacer la comida y cenar directamente; simplemente no caen bien: no existe persona en este país con entusiasmo por hacer una cola, al contrario, arrastran los pies y se preguntan si de verdad hace falta comer este mes, y la respuesta es afirmativa.
Si juegas al bingo y cantas línea emocionado sabiendo que solo te falta la mitad para llevarte el preciado premio, sabrás cómo se siente todo el que entra al establecimiento de venta, luego de un buen rato de espera de pie bajo el sol, y se viene a dar cuenta de que hay más colas en el interior del local. Tan cerca y tan lejos a la vez.
Rubén comenta que hizo tres horas de cola para un paquete de galletas, alcanzó turno para el día siguiente pero solo se vendió el producto hasta el número 50, el cual él superaba, por lo que se vio comprando las dichosas galletas dos semanas más tarde.
Margot, profesora, aclara su perspectiva en cuanto a la habitual comparación de los tiempos que corren con la etapa del Período Especial, diciendo que este último fue durísimo, pero se entregaban mayores cantidades de alimentos por la liberta de abastecimiento, y cuando se despenalizó el dólar estadounidense, el que los poseía podía tener acceso a más variedad y calidad; mas, ahora, ni una vía ni la otra suplen las necesidades básicas de la población.
No son buenos tiempos para los cubanos, pero tampoco lo fueron tiempos pasados, y aquí seguimos. Una hora de cola, cinco días llevamos 60 años haciendo la misma cola y no parece que estemos más cerca de entrar a la tienda.


