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Isabel, la Marquesa negra que puso sabor cubano a las calles de La Habana

Pese a que por las venas de esta Marquesa no corría ni una sola gota de sangre azul, llegó a ser más “real” que muchas altezas reales. Su nombre verdadero fue Isabel Veitia, pero le gustaba más que la llamasen “Marquesa”.

Contemporánea con el legendario Caballero de París, solía pasearse por las calles de La Habana Vieja, donde siempre estaba rodeada de curiosos y turistas a los que entretenía con sus historias de humor, picardía y doble sentido. Por tan solo un billetico permitía que le tomasen fotos, aunque siempre se identificaba antes como La Marquesa.

Bajita de estatura, de tez negra, y con un vestuario bastante extravagante para llamar la atención, La Marquesa comenzaba su recorrido todos los días por las oficinas de Godoy-Zayán, el de los seguros y banca, donde le pagaban para que trajese el café con leche y el pan con mantequilla a todos los empleados.

Usaba un pequeño sombrero con un velito de tul que cubría parte de su cara. Se engalanaba con aretes, anillos, brazaletes y collares de fantasía barata . Colgaba de sus brazos una carterita negra de charol y calzaba unos brillantes zapatos de color dorado.

Vestía con suma extravagancia para llamar la atención.

Con el paso del tiempo comenzó a rondar otros sitios a los que acudían más personas de dinero como el Paseo del Prado, el Capitolio, el café Inglaterra, entre otros. En ellos, ya no pedía peseticas, sino billetes, ya que decía que el sonido de las monedas hería sus delicados oídos.

Cuando se escondía el sol seguía en sus andadas, acercándose a las mesas de varios restaurantes como el Carmelo de la calle Calzada, El Potín y El Jardín.

Tan solo una de sus bromas picaronas hacía reír a quienes tenía cerca, pero luego abría su bolsa y decía con gracia: “Solo billetes por favor. Mi condición de Marquesa no me permite aceptar monedas”.

Al parecer, Isabel Veitía cae víctima de la demencia cuando arriba a la madurez y se dedica a pedir limosnas hasta mucho después de 1959, que según ella, eran obligadas, porque “los pueblos donde hay reyes le pagan a la nobleza una pensión”.

La Marquesa aseguraba a sus amigos que sus parientes, por parte de madre, fueron reyes en África antes de ser esclavizados en Cuba, y que su padre, del tamaño de un poste eléctrico, y con el sabor de la raspadura, había vivido en Francia como sirviente de una familia aristocrática criolla.

Lo cierto es que, esta cubana llena de “alcurnia y abolengo”, nació en la calle San Salvador número 8, del actual municipio Cerro y posteriormente se trasladó a una vivienda en la calle San José, donde carecía de todo tipo de comodidades y que nada tenía que ver con aquel París de sus fantasías.

Por un billetico se dejaba fotografiar, no sin antes identificarse como La Marquesa.

Cuentan que cuando era apenas una niña la pusieron a trabajar en una fábrica de fósforos, donde llegó a incendiar el moño de una compañera de trabajo, y luego, le “dio candela” a un pequeño depósito de petróleo que provocó que se armase tremendo “corre corre” en la fábrica.

Se paseaba por el Parque Central de La Habana, donde abundaban los turistas con cámaras fotográficas al hombro. Por un verde billetico se dejaba fotografiar, no sin antes identificarse como lo que creía ser. Usaba un sombrero color morado con un velito de tul. Colgaban de sus hombros una raída mantilla a medio poner y una carterita negra de charol. Para llamar la atención, se abanicaba siempre con gracia y feminidad y calzaba unos brillantes zapatos plásticos de color dorado, bien charros.

En sus paseos por el entorno habanero solía aplicar no pocas prácticas un tanto raras a la hora de acercarse a las personas a hacer de las suyas. Una de las más clásicas, y quizás la más atrevida de todas, consistía en acercarse a un viajero y hacer como que iba a tocar sus partes íntimas y, en combinación con su grupo de amigos, se le escuchaba decir: «¿Cuánto me dan si se lo toco?. Sólo era una broma tonta de mal gusto…»

La pícara y escurridiza Marquesa se nos fue a los cubanos a finales de la década del setenta, aunque las cosas que hacía con tanta gracia nunca fueron olvidadas por los habaneros, quienes por momentos la suelen recordar sentada bajo la sombra de la ceiba del Parque de la Fraternidad.


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